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“ …Estas mudas estatuas ...”

Hace poco descubrí – por medio de una moderna pero desteñida fotocopia Xerox que me enseñó una prima mía, llamada Fía, en Estados Unidos – que yo tuve un tío balsero allá por el año 1872 en la ciudad oriental de Holguín, Cuba. De hecho, el padre de mi padre naciό en dicha ciudad provincial cubana.

Lo curioso del caso es que en la historia de la Isla, el término balsero no surge sino hasta el siglo 20, en la época del ex-gobernante Fidel Castro, cuando durante toda una larga cadena de años que van de los 1960s hasta nuestros días, muchos ciudadanos se han fugado de la Isla sobre embarcaciones caseras y muy precarias. Las famosas balsas. 
 

En fin, la ciudad de Holguín ostenta una impresionante estatua de mi pariente de antaño, precursor de los balseros de hogaño.  Pareciera, como dice la vieja Úrsula en la novela Cien años de soledad, que el tiempo da vueltas en redondo. 

 

La estatua holguinera, por supuesto, nos presenta al Mayor General Julio Grave de Peralta y Zayas no como balsero en fuga, sino como héroe nacional. Es más, el porte y gesto caballeresco de la estatua, asi como su fisionomía de hidalgo, hablan de una aristocracia libertaria de pura cepa que desde hace mucho tiempo no está de moda de alabar ni en Cuba, ni en España, ni en muchos lugares de nuestra América.

 

Además, a pesar de que este héroe libertario criollo luchó ferozmente contra las injusticias coloniales de su época y de que cabalga, por así decirlo, por todo el epistolario militar de nuestra Guerra de los Diez Años (los próceres Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gomez, y Francisco Vicente Aguilera se cartearon muchísimo con él), nuestros principales textos de historia libertaria callan hoy casi con unanimidad el nombre de Grave de Peralta, así como el de varios de sus hermanos. Increíble, pues hubo mujeres con su mismo apellido, de su misma casa, que fueron puestas en grilletes y forzadas a caminar descalzas de un extremo al otro de la Isla, por su conspiraciόn independentista. Algunas, se sabe, fueron verdaderas Santa Bárbaras de carne y hueso que se dedicaron a fabricarles explosivos caseros desde sus barbacoas a los hombres que luchaban por la libertad en lo tupido de la manigua o monte cubano. 

 

Tal vez se deba a varias razones este silencio. Veamos. 

Peralta hirvió con la misma fiebre de todos los demás aristócratas de La Demajagua (nombre de la finca donde se inició con un grito la guerra cubana en 1868 en contra de España). Al día siguiente del tal Grito de Yara en esa finca, nuestro héroe estaba liberando a todos los esclavos de sus propios predios y trocando su rica hacienda cerca del poblado de Cacocún en un ejército de 120 hombres con machetes, dispuestos a hacer cualquier cosa por la causa de Carlos Manuel de Céspedes y de La Demajagua. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Es más, a los diez días de Yara, a mi pariente lo coronaba ya el título de Segundo Jefe del Ejército Libertador, mientras él se dedicaba a saquear los shopping centers de aquel entonces (las tiendas de campo que tanto temían y vigilaban los españoles por estimar que eran focos del movimiento independentista criollo) y a sorprender con su exitoso y característico “ataque rápido”, como cuentan sus contemporáneos, a las tropas enemigas que andaban por los caminos de la joven Cuba. Pero no por eso Grave de Peralta descuidó de sus encantos más frívolos. Se cuenta lo bien que él bailaba el zapateo – que antes de la rumba, es nuestra danza nacional. Lo cortés, pues, no quita lo valiente. Y fue en esa misma época, de hecho, que él logra llevar a cabo uno de los sueños estratégicos  que más lo inmortalizaron en esa guerra: la toma de la ciudad de Holguín.

Para los habitantes de esa urbe, el ataque que organizó este insurrecto al edificio de La Periquera, en pleno centro de Holguín, fue algo así como el sitio de Valencia por el Cid Campeador en el siglo XI. Según cuenta Antonio José Nápoles Fajardo, hermano, por cierto del poeta llamado “El Cucalambé” y testigo ocular de la gesta que tuvo lugar desde el 30 de octubre hasta el 6 de diciembre de 1868, los cubanos encerraron al teniente gobernador español, Camps y Feliú, con 500 personas afectas a España, dentro de la mencionada Periquera (un palacete de un importante español de la ciudad), y se apoderaron de Holguín por medio de una red de parapetos  y de rústicos cañones de madera, bombas caseras, y demás, mientras las fuerzas de Camps y Feliú se las veían negras dentro de la Periquera, convertida por dicho ataque en ciudadela.

 

 

 

 

Curiosamente, Nápoles y Fajardo cuenta que durante el mismo sitio de la ciudad, el joven general Julio se atrincheró dentro de la casa-bodega de su abuela materna, Josefa “Pepilla” Cardet, y cuando ésta, que se encontraba en cambio en el encierro de La Periquera, se enteró de lo que había hecho su nieto con su bodega, murió instantáneamente de un síncope cardiaco. Resulta que la viejita estaba casada en segundas nupcias con un importante oficial español – así es que el nieto fue llevado a la encerrona de la abuela por impulso doble de venganza.

 

Las descripciones de “El sitio de Holguín” por Nápoles y Fajardo son fascinantes. No sólo porque elevan el evento casi a la categoría de la quema de Atlanta en Lo que el viento se llevó, sino por la manera con la que este historiador pro-español hace burla en su texto de lo que él llama socarronamente la “santa causa” de los insurrectos. Fajardo nos revela detalles interesantísimos de las “locuras” de los cubanos. Por ejemplo, en su libro, narra específicamente como el propio Julio, desde su parapeto en La Periquera les leía las cartas que le mandaba el general republicano Juan Prim desde España, alentando a los cubanos a liberarse de la Corona. Según Nápoles y Fajardo, la lectura de este epistolario ficticio fue una gran patraña literaria de Peralta – y sus soldados, que se la creyeron toda, lucharon gracias a ella con mas ahínco por la libertad de su tierra. Pero como también declaran José Abreu y Cardet y Elías Sintes en la única biografía existente sobre Julio publicada en la Isla, curiosamente, en 1988, bajo el nombre del patriota, éste no solamente se destacó y brilló por ese tipo de originalidad en sus cosas, sino que llegó con ello a buscarse acusaciones de insubordinado – de boca de jefes criollos de más carrera o formaciόn militar, más ortodoxos, en fin, como Eduardo Mármol y el mismo Máximo Gomez. De hecho, a la vuelta del 1871, ya el mismo genio de improvisación y rapidez en el ataque que le había ganado batallas y aires de leyenda entre el vulgo a Grave de Peralta por toda aquella región de Cuba, dio con él también en la cárcel. En efecto, Julio fue destituido y procesado por sus rebeldías o egocentrismos estratégicos, pero tal vez por lo mismo quedó más empeñado que nunca en intentar otra manera de sacar de su tierra la dominación española. Ahí es que decide irse en busca de armas a Estados Unidos y que da como un extraño brinco en el Tiempo. 

 

En una balsa, pues, cuyas velas, según los relatos de mi Tía Fía y de mi primo Rolando Masferrer, venían de telas que habían servido de hamacas para los libertadores  mambises en la manigua, mi antepasado se embarca como Ulises desde su provincia de Oriente a Jamaica y luego sigue hasta los Estados Unidos de América.

 

Y es precisamente en este capítulo final – novelesco – de su vida, donde empieza a arrugarse la tela de la historia – o acaso la tela de la Historia con mayúscula, de la tierra cubana.

 

Desde su llegada a Nueva York, para entrevistarse con los poderosos o adinerados emigrados de su tierra en busca de respaldo económico para volver a Cuba con armas y provisiones, Julio comienza a rebotar como una pelota entre un bando y otro de esa misma emigración. Las cartas y los textos de esos tiempos hablan con elocuencia de lo dividido que estaba aquel exilio entre los seguidores del oriental Francisco Vicente Aguilera por un lado y del pinareño Miguel Aldama por otro. Y ahí se zarandeaba Julio, su figura incansable, entre los bandos, un poco, a mi ver, como el Príncipe Mishkin, protagonista de la novela El idiota de Dostoievski, por lo que se le ve de confiado e ingenuo en su carácter. Para colmo de tragedias, a su paso por Filadelfia, tiene que enterrar allí a su hijo Manuel de 9 años, durante el invierno de 1871-72.

 

Poco después, consigue zarpar de Baltimore acompañado de 56 hombres y de mucho “parque” para la guerra, a bordo de un navío llamado por algunos textos el “Fanny” por otros textos el “Phoenix". (¿Sería el nombre de mujer o el del ave mitológica?) 

 

La madrugada de San Juan, el 24 de junio de 1872, Julio desembarca con dificultades heroicas cerca de la Bahía de Nipe en Cuba. Pero allí ocurre lo inesperado. Es decir, allí encuentra la muerte. Sin embargo, es en dicho desembarco donde también se oscurece – y se cubre de silencio – esta página de la libertad cubana. Posiblemente hasta con una curiosa cruz en forma de traición que se le hace a este patriota del siglo 19.

 

Según sus pocos biógrafos, se sabe que su hermano Belisario Grave de Peralta, coronel del Ejército Libertador pero en ese momento obedeciendo órdenes directas del general insurrecto Calixto García, estuvo esperando el desembarco del “Fanny” o “Phoenix” en la Playa de La Herradura – según tenía concertado con Julio. Pero de pronto Belisario recibe una inexplicable orden de García de retirarse de La Herradura inmediatamente y de trasladarse con sus tropas tierra-adentro a las poblaciones de Bayamo y Jiguaní. O sea, Belisario recibe el comando de desertar a su hermano Julio.

 

Cuando éste se ve solo en esa playas y se da cuenta, además, de que su barco amaericano, cargado de armas, estaba encallado, le entra el desespero. Y en uno de sus característicos "arranques", mi antepasado decide incendiar su barco Fénix donde se había quedado varado, y se adentra con sus hombres en el paisaje cubano. Se cuenta entonces que fueron las mismas luces de ese incendio – especie de fogata de San Juan, ¡qué ironia la fecha! –  lo que llamó la atención de una escuadra de españoles que estaba por esos contornos. Pues enseguida Peralta cae en manos de la columna enemiga y muere en el encuentro junto con casi toda la tripulación insurrecta.

 

Según tengo entendido – por otra vieja fotocopia de un diario holguinero que ha llegado a mis manos – hasta hoy, cuando la marea baja,   se puede ver el esqueleto de la nave de Julio allí a poca distancia de la playa, como si fuera un buque fantasma.

 

Hablando de esqueletos, durante muchos años circularon en Holguín tres – no una – tres versiones distintas de la muerte de Peralta aquella mañana de San Juan. Según una de ellas, el cubano se habría quitado la vida al verse rodeado por los enemigos.Según una segunda versión, éstos lo habrían ejecutado ante un pelotón de fusilamiento cuando lo capturaron desembarcando en Nipe. Es más, por muchos años existió en el mismo parque de Holguín que hoy ostenta la estatua que dio inicio a este ensayo, una modesta tarja o placa de mármol que inmortalizaba esa segunda versión de los hechos. Es decir, la Historia con H mayúscula lo había fijado allí – haciendo constar que muriera de esa manera un tanto pasiva. 

 

… Hasta que por los alrededores de 1909 surge otra voz, de un tal Teniente Alsina en España, jurando y firmando de puño y letra que él mismo había “terminado de un tiro” al cubano donde éste se había parapetado para luchar – solo – detrás de un árbol.  Me imagino que toda la ciudad de Holguín se sintió sorprendida por esa voz y ante ese testimonio de valentía después de tantos años. Es más, un periodista y profesor de la ciudad, llamado Nicasio Vidal Pita, se apresura entonces a publicar un folleto titulado Cómo murió Julio Grave de Peralta, basado en las declaraciones del tal veterano de la guerra Alsina, para desmentir las otras dos menos valientes aristeas del héroe criollo.

 

Poco después de dichas noticias, se levanta en la ciudad de Holguín la estatua del General Mayor Julio, y el propio Presidente de la República de Cuba por ese entonces, Mario Menocal, envía como representante al doctor Alfredo Zayas para que éste pronunciara unas palabras de recordación en la ceremonia de desvelamiento de la estatua.

De aquel discurso, en fin, pronunciado el día que se devela la estatua, me conmueven grandemente un par de frases. Dice Zayas:

 

Cubanos: no dejéis que caiga el ideal de vuestros antepasados.
 La redención de esta tierra costó mares de sangre …. Haced en
 vuestra patria innumerables estatuas para demostrar al extranjero
 la grandeza de nuestros mártires y de nuestros héroes .... Y [cuando] nos
 fuese faltando el imperioso deber y el interés supremo de conservar
 dicha grandeza, estas mudas estatuas serán los más elocuentes
 acusadores, y en nombre de tantas generaciones martirizadas
 en vano, maldecirán a sus indignos legatarios. 

 

“... Estas mudas estatuas ...” –-  la frase da escalofríos. Sobre todo por lo
que sugiere del olvido y de su posible función en todo lo que nos ha
pasado en Cuba a los “legatarios” de aquellos primeros mambises balseros
.
 

 
 


 



 
 
 

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